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domingo, 13 de marzo de 2016

AVENTURAS EN EL MUNDO DE LA PUBLICIDAD

   En la habanera Escuela Profesional de Publicidad (EPP), la enseñanza me resultó interesante. Básicamente instruían al alumno en el manejo de las herramientas sicológicas que incitaban a una persona a consumir un producto o servicio. Dicho de otra forma, aprendías que la publicidad tenía como objetivo manipular a la gente para alcanzar objetivos predeterminados.

   En aquellas aulas de la EPP, en el onceno piso del Retiro Odontológico, descubrí el complejo y apasionante universo de las investigaciones de mercado, los famosos surveys, que indicaban las tendencias entre los usuarios, sus gustos, puntos de abordaje y otros detalles que cada vez más se estaban tomando como referencias en Cuba a la hora de decidir la política de proyección social de un producto. Desde su nombre y su forma de presentación hasta el diseño de las campañas de anuncios que lograsen venderlo.
   Los publicitarios lo tenían claro: la calidad era una cosa y la eficacia otra. En las aulas de la escuela se transmitía constantemente la idea de que un anuncio se mide por su efectividad práctica, por las ventas que logra, por los propósitos preestablecidos que consigue. Puede estar muy bien realizado, tener un slogan llamativo y un texto imaginativo y correctamente escrito, ser muy bonito o muy simpático, pero si no vende su producto o su idea, no sirve, es dinero tirado a la basura.
   En definitiva, estábamos asistiendo a clases para formarnos como buenos publicitarios, para aprender a concebir anuncios con la mejor factura posible pero, sobre todo, que vendiesen.
  
CON EMPUJE Y MUCHO PORVENIR
   La publicidad, como habían demostrado los americanos, era una ciencia social. En la mitad del siglo XX estaba sufriendo una transformación capital en nuestro país, convirtiéndose en un sector de gran empuje y mucho porvenir. (1)


   Cada día las empresas tomaban más conciencia de las posibilidades que les brindaba la publicidad moderna, concebida y realizada por profesionales.
   Pronto llegaría el momento en que toda campaña importante se decidiría contando no sólo con las ideas de los creativos sino además con los resultados de las encuestas que mostraban cómo entrarle mejor a los potenciales clientes.

   Todo esto lo recordé muchos años después cuando vi la teleserie norteamericana “Mad Men”, ambientada en una gran empresa publicitaria de New York, durante los años 50. Retrataba un mundo que me resultó familiar.

   Yo podría haberme convertido en uno de sus personajes si no hubiese llegado el comandante mandando a parar, poniendo a Cuba cabeza abajo.

EN BUSCA DE OTRO EMPLEO
   Hablando de emolumentos, un ejecutivo de una agencia de primer nivel que se encargara de gestionar con éxito la cuenta de un cliente importante obtenía muchos más ingresos que un director de programas en una emisora de TV.
   Pero yo seguía soñando con la tele y considerando la publicidad como un medio para llegar a ella.

miércoles, 2 de marzo de 2016

OOOH, LA HABANA, OOOH, LA HABANA

LA VIDA ERA MUCHO MÁS
   Me faltaba poco para cumplir los 18 cuando finalicé, con mucho alivio de mi parte y por ineludible mandato familiar, el Bachillerato en Ciencias en el Instituto de Segunda Enseñanza de Santa Clara.
   Cumplido el trámite, había llegado para mí la hora de salir pitando de mi natal y estrecha Esperanza para abrirme hacia otros horizontes y oportunidades. La vida, de eso estaba seguro, era mucho más que dar vueltas en el Parque Martí, ver películas en el Principal, comentar lo que pasaba en el pueblo y casarme y tener hijos con una esperanceña.

   En la madrugada del lunes 17 de septiembre de 1956 mi padre y yo, sentados junto al chofer en la cabina de un camión rastra del Expreso Oriente, íbamos por la Carretera Central hacia La Habana, una ciudad para mí deslumbrante y enigmática que me atraía con la fuerza de un gran imán.


   Yo había visto en el periódico que abría su matrícula la Escuela Profesional de Publicidad, una institución habanera destinada a la formación de publicitarios.
   Se necesitaba gente específicamente preparada para dicha profesión que, según comentarios de prensa, estaba en auge en Cuba y tenía un futuro que se auguraba esplendoroso en una sociedad como la nuestra, en la que el capitalismo se desarrollaría a mil por hora en los próximos años.

   A aquellas alturas, ya mis padres daban por hecho que yo no quería estudiar una carrera universitaria y realmente no resultó difícil convencerles de que me ayudaran económicamente para echar a andar mi aventura en la capital.
   Les dije que a mí lo que me interesaba era la televisión. Y podría llegar a ella a través de la publicidad, una actividad muy ligada a la creación y producción de programas.
   Para explicarles mi estrategia les puse un ejemplo: si yo lograba entrar a trabajar en la agencia que se encargaba de la propaganda de los cigarros Partagás, tendría por lo menos un pie puesto dentro de “Jueves de Partagás”.

LA SITUACIÓN EN CASA

   En 1956, en mi hogar éramos cuatro: mi madre -ama de casa-, mi hermano –por entonces tenía 10 años-, mi padre y yo. Vivíamos bajo el signo de la austeridad, dentro de lo que en términos sociológicos se llamaba, sin que yo lo supiera, “clase baja”. Gente de las que en la bodega compraban tres de azúcar y dos de café y le decían al chino “Apúntamelo que te pago después”. (1)

   El dinero para mantener a la familia provenía de las comisiones -entre el 10 y el 15% del precio del flete de las mercancías recibidas y enviadas- que el viejo cobraba por ser agente en el pueblo de varias compañías nacionales de transporte por carretera que radicaban en La Habana: Expreso Oriente, Tráfico y Transportes, República, Sardiñas, Sicilia, Meteoro. La Flota… Él también daba servicio a porteadores autónomos independientes consiguiéndole viajes para sus camiones.

   En los primeros días de aquel septiembre, dando rienda suelta a su habilidad natural para las relaciones personales, Papá agarró el teléfono y se puso a mover sus contactos con sus amigos transportistas habaneros para encontrarme un trabajito en la capital.
   -- Es un muchacho despierto. Seguro que te puede ayudar en la oficina y no tienes que pagarle mucho –le escuché argumentar.
   Al fin, insistiendo en sus gestiones y llamadas, logró su objetivo.