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sábado, 25 de julio de 2015

TERCERA EDAD

TERCERA EDAD
(Relatos basados en hechos reales)
Para Ivón, mi amiga.


MARITERE
    Pequeña, dulce y entrañable, estuvo enferma hace un tiempo. Tuvieron que operarla.


-- Hola, Maritere -me la encuentro en la frutería de mi barrio-, ¿cómo estás?
-- Muy bien. La semana pasada me hicieron un chequeo y no tengo problemas.
-- Pues me alegro.
-- Estoy sanita como una manzana, gracias a Dios. Para una persona mayor, que ya cumplió 80 años, ¿qué más se puede pedir?
-- ¿Ya cumpliste 80?
-- Sí, nací en mayo de 1934, antes de la Guerra Civil.
-- Maritere, si naciste en el 34 y estamos en julio de 2015, entonces ya tienes 81.
-- ¿81?
-- Claro, saca la cuenta para que veas.
-- Pues, mira, es verdad. Yo estaba confundida.


    Y una ancha sonrisa de satisfacción irrumpe en su rostro.


-- Caramba, le había dado una patada más en los huevos al calendario y yo sin darme cuenta.


    Y se ríe, los ojos brillándole. La risa de Maritere es una de las mejores cosas que le pueden pasar a cualquiera.


ADOLFO
    A sus 84 años, Adolfo está fuerte como un tronco. Sus brazos recios marcados por cicatrices y sus manos callosas revelan los trabajos que tuvo que pasar para sobrevivir. Si uno le da un poco de cuerda, se pone a contar, en su idioma gallego, historias de cuando se iba a las recogidas de cosechas en Francia o de cuando fue albañil en la Cataluña de los 70.


-- Cando o cabrón de Franco morreu –precisa.


    Al jubilarse y quedarse sin obligaciones, la vida ociosa se le hizo molesta. La molicie no es lo suyo, así que siempre está buscando qué hacer: cuidar la huerta, ayudar en el banco de alimentos, fabricarle una caseta al perro de la vecina, echar la partida de tute con los amigos en el bar de Juanelo...

    Hace un tiempo, vio en el telediario un reportaje sobre unos ancianos que habían creado un club de ciclistas. Le entró el bichito y se compró una bicicleta usada. Y le cogió el gusto a pedalear por la ciudad. Se pasaba el día montando, la utilizaba hasta para ir a la panadería que le queda a dos manzanas de la casa.
    En 2012, el día de su ochenta cumpleaños, sus seis hijos se mojaron y le regalaron una nueva y mejor bici, una de varias velocidades para que el viejo no tuviese que esforzarse tanto al subir las cuestas ourensanas. Adolfo se puso bien contento. Y más aún por encima al ver que la burra ya venía con un dispositivo cuentakilómetros instalado.
    Su vida es sentir la cara golpeada por el aire de las mañanas frías de Galicia, descubrir nuevas rutas por las carreteras estrechas que unen unas aldeas con otras, explorar los senderos para ver adonde llevan, detenerse a disfrutar de los preciosos valles y paisajes salpicados de casas rurales, mostrarse a sí mismo que puede resistir un esfuerzo físico agotador, comprobar que sigue siendo el hombre que siempre fue.


-- Eu saio tres veces á semana. E cada vez fago 60 quilómetros. Xa teño acumulados máis de 3000.


    Hace varios días que su querido vehículo no ve la calle.

-- ¿Y eso?
-- É que me están dando uns mareos. O venres me aturullé por alá por Fonsillón e tiven que sentarme máis de media hora ata que se me organizou a mente.
-- ¿Fuiste al médico?
-- Non, os médicos o único que fan é prohibirche cousas: o tabaco, o alcohol, as graxas… Si dígolle que se me aparvou a cabeza, quítame a bicicleta.
-- Pues, tienes que ir a verte eso.

-- Vou agardar uns días, a ver si pásalleme.

    Adolfo está preocupado, teme no alcanzar la meta de diez mil kilómetros que se ha impuesto para 2017. Sentado frente a la televisión, apenas se interesa por lo que muestra la pantalla. A cada rato se levanta del sofá, va hacia el trastero donde guarda la bicicleta y le pasa un paño por el manillar y las ruedas. Yo creo que, en susurros, para que nadie le oiga, le habla.

GUIDO
    Allá en Vertientes, al sur de Camagüey, de muchacho, se quedaba embobado oyendo los programas dramáticos que venían volando por el aire desde la CMQ y la Cadena Azul: “Tamakún, el vengador errante”, “Los tres Villalobos”, “Ángeles de la calle”, “Leonardo Moncada”… Cada noche, en lugar de jugar a los escondidos por el vecindario, Guido prefería que se le pusiera la piel de gallina cuando sonaba aquello de ábrense las páginas sonoras de “La novela del aire” para ofrecer a usted la emoción y el romance de un nuevo capítulo.
    Cuando terminó la superior, su padre le dijo que le iba a enseñar el oficio de carpintero para que siguiera la tradición familiar. Guido preparó un matul, sacó los 200 pesos que había ido ahorrando desde niño y, oculto en las sombras de la madrugada, se despidió de la lloriqueante mamá y se mandó para La Habana en pos de su sueño: actuar.
    Siempre tuvo claro que con su cara, no sería galán. Pero le decían que tenía voz de locutor y a ella se encomendó. En la casa de huéspedes le cedieron un cuartico y una colombina a cambio de que limpiara. Por las mañanas salía a dar vueltas por Radiocentro, donde se había inscrito como extra, a ver si lo cogían para sentarse en una mesa del “Cabaret Regalías” o para pasar por detrás en un sketch de Garrido y Piñeiro.
    Guido confiaba en el porvenir. Erdwin Fernández y Baldomero Pélaez, que habían comenzado como figurantes, ya estaban diciendo algunos bocadillos en la televisión. Lo que demostraba que era posible ser actor si uno tenía paciencia. Y talento, claro.
    Cuando triunfó la revolución, Guido se ilusionó con los discursos del máximo líder, se apuntó en las milicias de CMQ y vio los cielos abiertos cuando muchos actores se fueron pal norte y dejaron el hueco por donde se colaría él. Un día, Vázquez Gallo le dio un par de frases en “Sueños de mujer” y, nervioso pero seguro, vestido de cochero del siglo XIX, se las dijo nada menos que a Gina Cabrera. Sus tías del pueblo, avisadas por el telegrama de Guido, se encargaron de circular la noticia y todo Vertientes, orgulloso, lo vio aquella noche por la televisión.
    Después vinieron, poco a poco, peldaño a peldaño, muchas “Aventuras”, “Grandes Novelas”, “Horizontes”, “Fachadas” y “Peladeros”. Le llamaron de la programación campesina de Progreso para hacer un viejo picarón escrito por Díaz de la Nuez y desde ese día y durante muchos años, alternó la radio con la TV, haciendo todo tipo de personajes.
    Mientras tanto, el socialismo iba transformando la isla y Guido, entusiasmado por el futuro luminoso que aseguraban llegaría, participó en cuanta tarea fue necesaria su colaboración, incluyendo un año movilizado en las milicias y un cargo en la dirigencia sindical del ICRT que tenía entre sus obligaciones visitar a los compañeros enfermos para que no se sintieran abandonados. Esa misión se le daba bien porque él siempre fue de asistir a velorios y dar pésames.

-- Ay, usted es el que sale en la aventura haciendo de pirata –le reconocía una muchacha en la cola de las naranjas.
-- Yo mismo –él sonreía.
-- Mire que ese pirata es malo, yo hasta le he cogido odio, ja ja ja.
-- Eso es un elogio. Quiere decir que hago bien mi trabajo.
-- Disculpe, ¿cómo se llama usted?
-- Guido Lozano, para servirle.
-- Es que como no ponen su nombre en el empezar del programa.
-- Ya lo pondrán, compañera, ya lo pondrán.

    No era el protagonista, nunca lo fue, pero sí un buen secundario, uno de esos característicos que afincan las escenas para que brillen las estrellas. Cobraba un sueldo mensual que daba hasta pena mencionar pero eran tiempos de sacrificios, de patria o muerte y Guido era feliz con las dos novias que la vida había puesto en su camino: la actuación y la revolución. 
    Los años pasaron. Ahora estamos en 1999, a punto de finalizar esta maldita década de los noventa. Lo que un día llamaron “el proceso” se ha ido al carajo. La revolución, que iba a ser victoriosa siempre y eterna, se ha terminado, la que nos iba a garantizar una vida con dignidad se ha derrumbado, la utopía calzada por la ayuda soviética se ha estrellado contra el muro de la realidad y el mal gobierno. Frustrados y decepcionados, los cubanos apenas subsisten en una Habana que se cae a pedazos.

    Guido vive en Luyanó, entre cagadas de palomas, en un apartamentico inventado de cualquier manera en la azotea de un edificio en mal estado. Allí comparte cuarto y tristezas con su compromiso, Nataniel, un mulato flaco y cincuentón que Guido califica como “una persona de lo más buena”.
    Hace tiempo que no le llaman de la radio y la tele. Los directores buenos se murieron o se marcharon del país y los novatos prefieren gente de la nueva escuela. Retirado hace años por vejez y por mala salud, Guido atraviesa como puede la miserable jubilación que les ha tocado vivir a los artistas cubanos durante la crisis del Período Especial, etapa en la que lo único que abunda es la escasez, la mezquindad y el sálvese quien pueda. Ninguno de los dirigentes del Instituto Cubano de Radio y Televisión se siente obligado a tirarle un cabo, nadie le pregunta qué necesita y él, inmerso en la dificilísima lucha cotidiana por llevarse un plato a la boca, se siente estrujado cual servilleta usada.
    Hasta el año pasado, a cada rato se dejaba caer por Radiocentro para ver si se topaba con alguno de sus antiguos compañeros. Pero dejó de ir porque ya quedaba poca gente de antes y porque a Guido lo cogió un hijoeputa alemán llamado Alzheimer y, el muy cabrón, le ha ido apagando poco a poco la memoria y el entendimiento hasta el punto de que en ocasiones no puede hablar de forma coherente.
    Para más inri, en enero se le fracturó la cadera y no puede bajar ni subir los cuatro pisos que le separan de la calle. Caminar unos pasos, ayudado por Nataniel, ya es una hazaña para él. En las noches en que no hay apagón, mira la telenovela cubana que, dice, “no me entretiene porque es una mierda pinchada en un palo”.
    Guido, de cabeza hacia una muerte cercana, aprovecha sus cada vez más espaciados momentos de lucidez para recordar sus esperanzas destrozadas, asustarse ante el futuro que le espera y cagarse en la revolución que le traicionó a él al traicionarse a sí misma, en el infame ICRT que le explotó y le ha dado la espalda y en la madre que les parió a ambos.


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 La empresa norteamericana Create Space / Amazon ha publicado,
en formato papel, mis dos libros "Pedraza Ginori Memorias Cubanas".
Sus páginas son un compendio de mis experiencias y mis circunstancias, vividas en el mundo de la televisión, los espectáculos, la creación musical,

la radio, la publicidad y la prensa.
Los dos volúmenes recogen, en clave autobiográfica, sucesos, “batallitas”, semblanzas, anécdotas y reflexiones personales.
El Libro 1, “Eugenito quiere televisión”, tiene 342 páginas. 

El Libro 2, "Quietecito no va conmigo", 362 páginas.
Ambos están a la venta en las webs
 www.createspace.com  www.amazon.com  www.amazon.es

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